Por Carlos del Frade
(APE).- En el corazón de Puerto Esperanza, en la provincia de Misiones, extremo noreste argentino, las condiciones laborales de los hacheros del siglo veintiuno no parecen diferenciarse casi en nada a las de sus bisabuelos. Las crónicas periodísticas señalan que “sus jornadas empiezan los lunes de madrugada y terminan los sábados a la tarde. Trabajan hasta catorce horas diarias, viven en campamentos míseros, cobran sueldos magros y, si reclaman, entran en ‘listas negras’ que los dejan sin trabajo y con la migración como única salida”. Son los que producen la riqueza de la empresa Papelera Alto Paraná, cuyas ganancias se pueden medir en cientos de pesos cada sesenta segundos. La firma es la mayor generadora de pasta celulosa de Argentina y una de las mayores de América, propietaria del diez por ciento de la tierra misionera, indican las mencionadas fuentes. "Tengo cinco hijos, siete años como motosierrista, un esqueleto arruinado y un (sueldo) mensual de 668 pesos. Acá tiene el recibo de sueldo. Mire usted. No hay derecho", dice Camilo Paiva, de 31 años. "Si usted se queja con el capataz, la respuesta siempre es igual: 'Si no le gusta, puede irse'. Pero a dónde vamo' a ir nosotros. Si usted se pelea con un contratista, en seguida ése los llama a todos los demás y nadie lo vuelve a tomar. Entra en la lista negra, no consigue más trabajo eh, se lo firmo. Tendrá que irse pa'l sur", apunta Juan González, otro de los que se anima a hablar ante el periodista. Son crónicas que se remontan a los cuentos de Horacio Quiroga, narraciones que describían las condiciones laborales de los años veinte del siglo pasado y que luego se difundieron a través del cine y la película “Las aguas bajan turbias” con Hugo del Carril. Historias que no solamente se verifican en el territorio de Misiones, sino también en provincias como Santa Fe, donde los hacheros vienen cargados en camiones con sus colchones y pocas ropas y son dejados en montes de eucaliptus donde deberán esperar durante días por un pedazo de carne y no encontrarán primeros auxilios ni electricidad. Inventarán una “heladera” con un cajón de verduras y lo colocarán en lo alto, en medio de frondosos árboles para que la sombra estire el milagro de la conservación de la carne y que inevitablemente sucumbirá ante el asedio de las moscas. Dormirán en la tierra y aprenderán la duración de la jornada de trabajo por el ancestral giro del sol y su transformación en luna. Así trabajarán los hacheros en las llamadas provincias ricas, igual que en Misiones, igual que a fines del siglo diecinueve, principios del veinte e inicios del veintiuno. Porque ser hachero significa estar lejos de los sindicatos oficialistas y muy cerca de la animalidad de sus patrones. Porque ser hachero supone naturalizar la vejez cuando apenas se pasan los veintipico de años. Porque ser hachero en la Argentina, demuestra que el país real sigue siendo forjado por la misma lógica de explotación que emergió impune desde las minorías hace más de ciento treinta años. Porque ser hachero, en definitiva, es la más clara postal de feudalismo legalizado y, al mismo tiempo, de resistencia y dignidad postergada y agazapada.
Fuente de datos: Diario Página/12 y www.pelotadetrapo.org.ar