Decidí salir a caminar por avenida Mitre a preguntarle a la gente sobre la vida, su complejidad, los fracasos, penurias y alegrías de las que está hecha. Y también, sobre uno de los tantos problemas sociales que tenemos: el hambre.
Miguel, hombre alto, poco más de 50 años fue el primero que se ofreció, a pesar de estar trabajando, a conversar sobre la vida: vive en un barrio a varios kilómetros del centro, donde todos los días se acerca a buscar materiales en desuso que pueden reciclarse. A eso se dedica y de eso vive desde hace un par de años. Era olero y sufrió las consecuencias de la relocalización que ha quebrado su actividad laboral y lo desplazó de una punta a la otra de la ciudad. Me cuenta que no tiene familia, y que se las rebusca para poder vivir.
Todos los días asiste a un comedor para recibir su almuerzo que lo coloca en un bidón de plástico cortado a la mitad que le sirve de plato. Cree que el hambre es algo malo, desde luego, y además sostiene que éste mal se da a raíz de que hay padres alcohólicos o drogadictos que no atienden a sus hijos. Y, luego de ponerme un ejemplo cercano de lo que sostiene, me pregunta: “¿que ejemplo puede darle a sus hijos una madre que es alcohólica y que no los atiende, y que ni siquiera los lleva a la escuela?”. Yo me quedo pensando.
Después de transmitirme su preocupación de que posiblemente lo cambien de vivienda y lo trasladen todavía más lejos del centro, que es su lugar de trabajo, le digo que trate de plantearle su problema a la “licenciada” de la cual depende su situación habitacional. Finalmente nos despedimos. Sigo caminando.
En Mitre y Rademacher me detengo y observo: un chico, que tendrá unos 12 o 13 años, aprovecha los semáforos para limpiar los vidrios de los autos que esperan. Me acerco hasta él. Lo saludo, le pregunto hace cuando que trabaja: -“desde que nací”, me contesta y ríe. Desde muy pequeño que se desempeña en el oficio, que al igual que las actividades de recolección de Miguel, son actividades emergentes a raíz de un proceso de precarización social y económico que se ha venido gestando desde hace tiempo.
El chico, con el pequeño escurridor para vidrios en mano, camina de un lado al otro de la avenida y comparte su tiempo con un colega, quizás más grande que él, que se dedica a la venta ambulante de frutas en la misma cuadra.
Ambos se juntan a conversar cuando los semáforos dan verde en alguno de los costados que ofrece la avenida. Cuando los semáforos dan rojo se lanzan a los clientes, que los miran pero no los ven, y les ofrecen limpieza y frutas. Están acostumbrados a la rutina que les impone el trabajo, que es su sustento para comer y vivir todos los días.
Aprovecho que están juntos para alcanzarles un volante donde se anuncia la marcha desde Misiones a Plaza de Mayo para denunciar que el hombre es un crimen. Uno de ellos, el vendedor de frutas, lo lee y asiente con el cabeza, seguramente interesado por la causa, pero quizás no pueda ir.
Continúo unas cuadras más y mientras, voy pensando sobre lo que muestra la ciudad: chicos que en vez de estar estudiando o jugando tienen que ganarse las calles limpiando los parabrisas de los coches, o vendiendo lo poco que pueden conseguir, desabrigados de abrigos y de amor, al igual que el hombre que lucha contra el hombre mediante la recolección de materiales reciclables mientras se acostumbra a la soledad. La vida les va endureciendo el alma para que el dolor que puedan sentir sea tolerado y así, vivido como algo “natural”, como algo de “todos los días”.
Finalmente decido sentarme a charlar con unas adolescentes sentadas en un banco de los que ofrece la avenida. Están con sus uniformes escolares, recién han salido del colegio. Les comenté de mis conversaciones anteriores durante el camino. Me cuentan sobre ellas: están en quinto año, y aprovecharon y se hicieron un tiempo para ponerse al día y charlar de todo un poco.
Les pregunto que piensan sobre la pobreza, de los chicos que no tienen la misma suerte que ellas de poder estudiar ni de sentarse a la mesa a almorzar con su familia. Me dicen que les parece algo gravísimo, les da pena ver a chicos en las calles, descalzos y solos. Les pregunto por que creen que se dan estas situaciones; me contestan que se debe a cuestiones políticas, el gobierno que no hace nada, pero también, que los padres de estos chicos esperan sentados mientras les obligan a sus hijos a pedir limosnas o vender golosinas en las calles.
Les pregunto porque creen que se dan esos casos que comentan; contestan que creen que se debe a que los padres y las personas que reciben los planes trabajar, al saber que cuentan con éste dinero todos los meses, se quedan tranquilos sin hacer nada.
Les comento que la canasta básica está alrededor de $900. Me responden que eso no interesa, que creen que estas personas se las ingenian con los $150 para vivir. Les pregunto cuales son sus proyectos personales; me responden que van a seguir estudiando y que, por ahora, van a disfrutar de su último año en el colegio; puesto que después de esto, sostienen, la vida se les va a ir haciendo más difícil cada vez. Me despido y les agradezco su tiempo.
La ciudad dice muchas cosas. Miguel debe seguir trabajando, cargando con sus bolsas al hombro. A lo lejos veo al chico que en puntas de pié estira su mano y alcanza la parte superior de los vidrios de un coche. El tipo del auto lo apura de un bocinazo; el muchachito le hace unas señas.
La ciudad muestra lo que somos. Narra sobre las particularidades de éste sistema cuyo paradigma promueve valores como la explotación, la acumulación de ganancias, las desigualdades sociales, la competitividad, el despilfarro y la exclusión.
Galeano no se equivoca cuando dice que este es un mundo cuyo sistema condena a muchos al hambre de pan pero a muchos más condena al hambre de abrazos.
Son tiempos que demandan trabajo colectivo y mucha solidaridad. Allí están, sospecho, las posibilidades de un cambio.
Por Alexis Rasftopolo